LA MADRE DE AGUA
Es como una ninfa de las
aguas, con aspecto de niña o de jovencita bellísima, de ojos azules pero
hipnotizadores y una larga cabellera rubia. La característica más notoria es la
de llevar los piececitos volteados hacia atrás, es decir, al contrario de cómo
los tenemos los humanos, por eso, quién encuentra sus rastros, cree seguir sus
huellas, pero se desorienta porque ella va en sentido contrario.
Cuentan los ribereños, los
pescadores, los bogas y vecinos de los grandes ríos, quebradas y lagunas, que
los niños predispuestos al embrujo de la madre de agua, siempre sueñan o
deliran con una niña bella y rubia que los llama y los invita a una paraje
tapizado de flores y un palacio con muchas escalinatas, adornado con oro y
piedras preciosas.
En la época de la
Conquista, en que la ambición de los colonizadores no solo consistía en fundar
poblaciones sino en descubrir y someter tribus indígenas para apoderarse de sus
riquezas, salió de Santa Fe una expedición rumbo al río Magdalena. Los indios
guías descubrieron un poblado, cuyo cacique era una joven fornido, hermoso,
arrogante y valiente, a quien los soldados capturaron con malos tratos y luego
fue conducido ante el conquistador. Este lo abrumó a preguntas que el indio se
negó a contestar, no sólo por no entender español, sino por la ira que lo
devoraba.
El capitán en actitud
altiva y soberbia, para castigar el comportamiento del nativo ordenó amarrarlo
y azotarlo hasta que confesara dónde guardaba las riquezas de su tribu,
mientras tanto iría a preparar una correría por los alrededores del sector. La
hija del avaro castellano estaba observando desde las ventanas de sus
habitaciones con ojos de admiración y amor contemplando a aquel coloso,
prototipo de una raza fuerte, valerosa y noble.
Tan pronto salió su padre,
fue a rogar enternecida al verdugo para que cesara el cruel tormento y lo
pusieran en libertad. Esa súplica, que no era una orden, no podía aceptarla el
vil soldado porque conocía perfectamente el carácter enérgico, intransigente e
irascible de su superior, más sin embargo no pudo negarse al ruego dulce y
lastimero de esa niña encantadora.
La joven española de unos
quince años, de ojos azules, ostentaba una larga cabellera dorada, que más
parecía una capa de artiseda amarilla por la finura de su pelo. La bella dama
miraba ansiosamente al joven cacique, fascinada por la estructura hercúlea de
aquel ejemplar semisalvaje.
Cuando quedó libre, ella
se acercó. Con dulzura de mujer enamorada lo atrajo y se fue a acompañarlo por
el sendero, internándose entre la espesura del bosque. El aturdido indio no
entendía aquel trato, al verla tan cerca, él se miró en sus ojos, azules como
el cielo que los cobijaba, tranquilos como el agua de sus pocetas, puros como
la florecillas de su huerta.
Ya lejos de las miradas de
su padre lo detuvo y allí lo besó apasionadamente. Conmovida y animosa le
manifestó su afecto diciéndole! Huyamos!, llévame contigo, quiero ser tuya.
El lastimado mancebo
atraído por la belleza angelical, rara entre su raza, accedió, la alzó
intrépido, corrió, cruzo el río con su amorosa carga y se refugió en el bohío
de otro indio amigo suyo, quien la acogió fraternalmente, le suministro
materiales para la construcción de su choza y les proporcionó alimentos. Allí
vivieron felices y tranquilos. La llegada del primogénito les ocasionó más
alegría.
Una india vecina,
conocedora del secreto de la joven pareja y sintiéndose desdeñada por el indio,
optó por vengarse: escapó a la fortaleza a informar al conquistador el paradero
de su hija. Excitado y violento el capitán, corrió al sitio indicado por la
envidiosa mujer a desfogar su ira como veneno mortal. Ordenó a los soldados
amarrarlos al tronco de un caracolí de la orilla del río. Entretanto, el niño
le era arrebatado brutalmente de los brazos de su tierna madre.
El abuelo le decía al
pequeñín: "morirás indio inmundo, no quiero descendientes que manchen mi
nobleza, tu no eres de mi estirpe, furioso se lo entregó a un soldado para que
lo arrojase a la corriente, ante las miradas desorbitadas de sus martirizados
padres, quienes hacían esfuerzos sobrehumanos de soltarse y lanzarse al caudal
inmenso a rescatar a su hijo, pero todo fue inútil.
Vino luego el martirio del
conquistador para atormentar a su hija, humillarla y llevarla sumisa a la
fortaleza. El indio fue decapitado ante su joven consorte quien gritaba
lastimeramente. Por último la dejaron libre a ella, pero, enloquecida y
desesperada por la pérdida de sus dos amores, llamando a su hijo, se lanzo a la
corriente y se ahogó.
La leyenda cuenta que en
las noches tranquilas y estrelladas se oye una canción de arrullo tierna y
delicada, tal parece que surgiera de las aguas, o se deslizara el aura
cantarina sobre las espumas del cristal.
La linda rubia que sigue
buscando a su querido hijo por los siglos de los siglos, es la MADRE DEL AGUA.
La diosa o divinidad de las aguas; o el alma atormentada de aquella madre que
no ha logrado encontrar el fruto de su amor.
Por eso, cuando la
desesperación llega hasta el extremo, la iracunda diosa sube hasta la fuente de
su poderío, hace temblar las montañas, se enlodan las corrientes tornándolas
putrefactas y ocasionando pústulas a quienes se bañen en aquellas aguas
envenenadas.
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