EL CAZADOR
Vivía en tiempos de la
Colonia un hombre cuya entretención y oficio cotidiano era la
"cacería". Para él no había fiestas profanas ni religiosas; no había
reunión de amigos ni paseos; nada le entretenía tanto como salir a
"cazar" venados al toque de la oración, en los bosquecillos aledaños;
borugos a la orilla del río por entre los guaduales; los guacos, chorolas,
guacharacas y chilacoas por los montes cercanos a los pantanos, ciénagas y
lagunas. El producto de la cacería constituía el sustento de la familia y su
único negocio.
En aquel caserío tenían
una capilla donde celebraban las ceremonias más solemnes del calendario
religioso. Tenía unas ventanas bajas y anchas que dejaban ver el panorama y
para que el aire fuera el purificador del ambiente en las grandes festividades.
Llegó la celebración de la
Semana Santa. Los fieles apretujados llenaban la capilla, oyendo con atención
el sermón de "las siete palabras". Los feligreses estaban conmovidos.
Reinaba el silencio... apenas se percibían los sollozos de los pecadores
arrepentidos y los golpes de pecho.
Allí estaba el cazador, en
actitud reverente, uniendo sus plegarias a las del Ministro de Dios, que en
elocución persuasiva y laudatoria hacía inclinar las cabezas respetuosamente.
De pronto, como tentación
satánica, entró un airecillo que le hizo levantar la cabeza y mirar hacia la
ventana. Por ella vio, pastando en el prado, un venado manso y hermoso. Qué
maravilla! Esto era como un regalo del cielo! estaba a su alcance... a pocos
pasos de distancia. Rápido salió por entre la multitud en dirección a su
cabaña.
Fue tanta la emoción del
hallazgo que no se acordó del momento grandioso que significa para los
cristianos el día de viernes Santo. Tampoco se fijó en el momento sagrado de la
pasión de Cristo. Salió con su escopeta y su perro en busca de la presa. Ya el
animal había avanzado unas cuadras hacia el manantial. El cervatillo al verse
acosado paró las orejas y se quedó inmóvil, como esperando la actitud del
hombre. Este al verlo plantado le disparó, pero en ese mismo instante el animal
huyó.
Perro y amo siguieron las
pistas, lo alcanzaron y, al dispararle de nuevo, se realizaba el mismo truco.
El afiebrado cazador no medía ni el tiempo, ni la distancia. Seguía...
seguía... cruzaba llanos, montañas, cañadas, colinas, despeñaderos, riscos y
sierras. Llegó por fin a la montaña cuando las tinieblas de la noche dominaban
la tierra.
La montaña abrió sus
fauces horripilantes...! El cazador penetró... y nunca más volvió a salir de
ella. Dicen que la montaña lo devoró.
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